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Cartas echadas

María Martha Paz

Sentadas sobre un banco de mármol, mirando sin ver la tumba de Freddy, Pocha y yo esperábamos el final de la ceremonia. Escuchábamos los llantos de mamá y el bufido de la pipa de papá. Las dos alguna vez habíamos imaginado que nuestro hermano menor, amante de la noche porteña, moriría antes que nosotras, pero nunca pensamos que sería tan pronto. 

Un juego, una simple práctica de las reglas de una tonta revista de moda nos había mostrado aquella posibilidad que enseguida rechazamos y olvidamos. Yo, joven y arriesgada, estaba decidida a probar todo lo que la vida me ofreciera. Mi hermana mayor, Pocha, me secundaba en todas mis ocurrencias con resignación. La revista El hogar nos mantenía informadas sobre qué sombrero ponernos hasta cómo hacer el juego de la copa. Así, nos enteramos del romance del político con la actriz y aprendimos de colores pasteles y telas sofisticadas. 

Era sábado y papá había cobrado la semana. Cuando llegó con flores para mamá, el diario para Freddy y nuestra revista escondida bajo el brazo, nunca imaginó que dos días más tarde estaría comprando una corona para el cajón de su propio hijo: el único varón, la continuación de su apellido. “Nadie muere del corazón a los dieciocho”, lloraba mamá en el cementerio sin saber nada del destino. Dos días antes, con sólo dar vuelta una carta, Freddy me había revelado su futuro. 

Después de hojear un poco la revista, recorté los setenta y ocho arcanos con cuidado mientras Pocha los acomodaba sobre la mesa de luz del dormitorio que compartíamos. Miramos una a una las imágenes de las cartas hasta que me detuve en la sacerdotisa. Isis, máxima exponente de la percepción extrasensorial y la intuición, me miraba sentada desde su trono. 

— Dale, Pocha, fíjate qué quiere decir esta virgen. 

A Pocha, que siempre leyó con dificultad, le costó entender las referencias de aquellas páginas hasta que finalmente balbuceó:  

— Futuro no revelado, influencias ocultas en acción. 

— A ver, nena, dame. No entiendes nada —dije quitándole la revista con fuerza—. El otro día no nos salió el juego de la copa por tu culpa. Leíste cualquier cosa. 

Pocha, enojada, salió de la habitación dando un portazo. Yo siempre había sido más inteligente y rápida que ella y eso le molestaba. 

Empecé a leer en silencio desde el principio los pasos a seguir: 

  1. Barajar el mazo íntegro hasta sentir que ya está bien mezclado. 

  2. Cortarlo en tres partes con la mano izquierda. 

  3. Juntar en una sola pila sobre una superficie amplia, como el piso o una mesa. Nunca leer sobre la cama. Preferentemente, hacerlo en lugares cerrados salvo casos de fuerza mayor. 

  4. Pedirle al consultante que corte tres veces con la mano izquierda, formando tres pilas, que serán unidas en una sola. 

  5. Con las cartas de esta pila, pedir al consultante que corte las barajas y que diga tres números. 

Probé en mi cama las instrucciones una y otra vez hasta sentirme segura. Con mayor velocidad que los cursos de la Pitman, aprendí a diferenciar al Loco del Mago, a la Emperatriz de la Justicia. Decidida a aplicar mis nuevas habilidades con mi hermana, la llamé a gritos, pero nunca apareció. Estaba ayudando a mamá con la comida. Finalmente, fue Freddy quien entró en la habitación respondiendo a mi ensordecedor llamado y anunció:  

—Dijo mami que comeremos en diez minutos. 

Pensé que diez minutos sobraban para aplicar mis recientes conocimientos tarotísticos y le pedí a Freddy que cortara el mazo.  

—No, nena. Vamos a comer dijo mamá. 

Insistí. Cortó en tres el mazo con su mano derecha y lo puso sobre la cama.  

—Corta. Es un minuto. 

Freddy, de mala gana, cortó.  

—Ahora, di tres números. 

Freddy salió y desde el comedor sólo gritó uno: 

—Siete. 

Conté rápido siete cartas y ahí lo vi: un caballero con su armadura negra y una bandera con una flor blanca de cinco hojas. Al fondo, un barco sobre la laguna Estigia, frontera entre el mundo de los vivos y los muertos. Sobre la derecha amanecía entre dos columnas griegas. 

La imagen era tenebrosa, pero no quise hacer falsas conjeturas y consulté rápidamente las referencias. A medida que avanzaba en la lectura de esas líneas, mis ojos se nublaban y las líneas se entrecruzaban. El aire se evaporaba, se escapaba. Nada era suficiente. La saliva de mi boca ahora seca parecía transformarse en sudor que me brotaba del cuello y la frente. Esas líneas. Todavía hoy mis ojos las recorren como surcos profundos e infinitos arados en la tierra. Esas líneas. Hablaban de muerte, la muerte de mi hermano. Decían algo de disolución y de viejas relaciones. Decían quemándose en un fuego atroz. Decían que todo se convertiría en cenizas. No había entrelíneas. Esas líneas se repetían y repiten indefinidamente como el motivo de un mandala o un tatuaje tribal. 

Pocha entró en la habitación vociferando, pero apenas la escuché. Con la carta en la mano, yo lloraba entre mocos y transpiración, mientras pisaba la maldita revista ahora destrozada.  

—Freddy se va a morir. Se va a morir. Mira —gritaba tirada en el piso. Pocha me observaba sin entender mucho y sólo dijo:  

—Vamos a comer. Deja esas pavadas. 

 Me sacó las cartas y las guardó en el bolsillo de su delantal de cocina. 

Toda la noche me revolví intranquila en la cama. Con la luz del amanecer, terminé por convencerme de que esa lectura de cartas no tenía ningún valor. Revisé en mi mente uno a uno los movimientos de Freddy y recordé claramente la mano equivocada cortando el mazo sobre la cama inapropiada. 

El domingo al mediodía, los astros se sacudieron y decidieron cumplir su promesa. Desde la cocina, Pocha hurgaba los bolsillos de su delantal con los ojos fijos en los míos. Los gritos de mamá al ver a Freddy tirado en el piso confirmaron el oráculo: Freddy estaba muerto. 

María Martha Paz (San Martín de los Andes, Neuquén, Argentina). Nació en Buenos Aires, en el barrio de Colegiales. Cursó durante tres años la carrera de Letras en la UBA. Ha trabajado como docente en primarias de Buenos Aires, Bariloche y San Martín de los Andes.  Ha colaborado en el diario La voz de los Andes y es autora de la novela Cíclopes del mar (La Grieta, 2015), reeditada en 2016. Algunos de sus cuentos han recibido premios y menciones.  

Here comes the sun

Gonzalo Del Rosario

No recuerdo haber visto al abuelo Juanma sonreír. Tampoco sabía lo que era esa bola blanca que pasaba con tanta destreza de su pie derecho al izquierdo. Luego, en pleno aire, le metió un patadón, como esos que daba para matar a los salvajes, y la bola abrió la puerta. El ruido de las cosas al caer me trajo recuerdos, pero no sabría decir de dónde, quizá de alguna de mis tantas pesadillas.  

Abuelo Juanma extendió los brazos y miró al techo.  

—Juanma, ¿está bien? —respiraba entrecortadamente y sus ojos se mantenían fijos, como cada vez que encontrábamos a niños salvajes y debíamos acuchillarlos antes de que nos mordieran.  

—¿Te dije alguna vez por qué me llamaban Loco?  

Después de subir los doce pisos y abrir la puerta de un patadón —qué divertido es el júlbol o fút-bol, con efe, creo—, encontramos a MaHelen y a Victoria trozando el cuerpo de un viejo que habían cazado no muy lejos, le rociaban con sales de orina para darle sabor. Nosotros teníamos a un par de niñas salvajes que nos atacaron luego de la bulla que hicimos por el pelotazo, que así se dice, y cuando las vieron se emocionaron porque la carne de viejo no es muy sabrosa, pero las adolescentes salvajes, mmm, son para comerse la propia mano. 

El almuerzo de esa tarde fue especial porque temprano Victoria había amanecido con el jean manchado de rojo. Yo mismo la vi y avisé a todos. Me asusté feo porque pensé que la había mordido un salvaje, pero tras despertarlos comprendí que MaHelen esperaba que pasara esto; en cambio, abuelo Juanma abrió los ojos y después que respondiera a su pregunta con “ya le vino” dijo “qué bien” y volvió a cerrarlos, y así regresó a las únicas dos o tres horas al día que tenía acostumbrado dormir. 

—Hoy es un día especial para los miembros de esta familia —dijo MaHelen, mientras devorábamos nuestras partes favoritas: a Victoria le gustaban los brazos, pero yo prefería los muslos, y si MaHelen se derretía por el pecho y la pancita, abuelo Juanma era feliz con el poto, esa era su parte favorita, y no comía otra más, por algo atrapaba sólo mujeres salvajes, los hombres salvajes tenían poca carne.  

—Nuestra Victoria ya es una mujer. 

—¿Y qué no lo era? 

—Claro que sí, Diego, sino que por fin le llegó el periodo, la señal de nuestro cuerpo para indicar que ya podemos ser mamás…  

—Un poco tarde, ¿no creen? —se burló abuelo Juanma al intentar librarse de unos hilos de carne entre los dientes con sus largas uñas negras.  

—¡Juanma! —reclamó MaHelen. 

—Pero yo ya les dije que no quiero ser mamá, mamá. 

—¡¿Qué dices?! —Le saltaron los ojos a MaHelen—. Igual, así no quieras, vas a tener que serlo, vas a obedecer y punto, no se hable más.  

—Pero, ¿por qué, mamá? Si esto… en serio… ¿acaso tiene sentido todo esto? O sea… no voy a tener un hijo en este lugar… —movió sus dedos de un lado al otro—. ¡Y menos con eso! 

—¡Victoria! No señales a tu hermano. 

—¿Qué sucede, Victoria? ¿Pensé que ya lo habíamos hablado? ¿Por qué crees que te salva siempre? Él sabe que es su deber. 

—¿Mi deber? ¿Deber de qué? 

—¡Silencio! Esto es charla de mayores.  

No entendía nada en ese momento que, como todas las tardes después de almorzar, gritaban y peleaban, así que me asomé a la ventana. Un brillo diferente entre las nubes negras me cegó hacia el oeste. 

—¿Qué es eso?  

Creí que ese día sí que sería de revelaciones porque tanto MaHelen como abuelo Juanma se quedaron con la boca abierta. 

—El… sol… —se me acercaron y MaHelen posó sus manos sobre mis cabellos—. ¡Mierda…! Hace tanto… —luego las colocó sobre la luna. 

—¡El Sol! —repetían sorprendidos.  

Qué momento para estar lleno de fútbol porque hasta el cielo tenía una bola amarilla y brillante con la cual jugar entre las nubes negras que la volvían a tapar para de nuevo el sol aparecer y emocionar a esta familia y a cuántas estuvieran mirándola —si había alguien más que no fueran salvajes—. Victoria me hacía muecas ya que no entendíamos por qué permanecieron tan silenciosos frente a la ventana hasta que todo retornó a su oscuridad total, como siempre. 

Encendimos la vela y nos sentamos alrededor de MaHelen para que nos contara otra de las mil y una historias de cada noche:    

—A ver… —suspiró intercalando la mirada entre el suelo y nosotros—. ¿Quieren saber por qué nos quedamos mirando el sol?  

—¿Por qué no se ve muy seguido? —respondió Victoria.  

—¿Y por qué no se ve muy seguido, MaHelen?  

—Porque el sol fue apagado por la estupidez del hombre.  

—¡Oh no! Ahí va otra aburrida historia para dormir… —Victoria sí que estaba insoportable. 

—Nada de eso, esta no es una historia para dormir, esta es real —abuelo Juanma mantenía su mirada fija en la llama de la vela y continuaba en silencio con su rostro inmutable, atento a cualquier movimiento ajeno en la casa—. Hace muchos años, cuando ustedes ni siquiera nacían, o quizás sí y eran unas criaturas, antes de que los encontráramos, hacía mucho que ya no vivía aquí sino muy lejos, pasé los últimos cinco años antes de la guerra estudiando Literatura en Nueva York, sólo para ver cómo esta ciudad era destruida en vivo a través de eso —señaló el suelo. 

—¿Las laptops? ¿Servían para algo? —Abuelo Juanma emitió un sonido gracioso con la garganta.  

—Sí, esos maletines con los que juegas al escritor o al pianista solían emitir una luz con la cual nos comunicábamos, algunos incluso paraban todo el día allí —ahora sus ojos no miraban hacia ningún lugar—, conversaba por skype con una amiga, con ella realizábamos una investigación sobre género… qué extraño suena eso ahora… estaba en Houston por un congreso cuando la onda expansiva arrojó a Karr…o por los aires antes de que la señal se cortara… supongo que fue así, o sólo me lo imagino… todo acabó en cuestión de segundos, lo último que me dijo era que de pronto sentía un calor insopor…ta… y no sabía por qué si era noviem… —la mirada del abuelo Juanma seguía detenida, meditando en medio de su mundo con los mismos ojos de Loco que ponía cuando atrapaba salvajes.  

A pesar de no entender ni media palabra de lo que querían explicarnos, la escuchaba atento como siempre antes de dormir. Victoria se echó en el suelo y cerró los ojos cuando abuelo Juanma, contrario a su costumbre, habló:  

—Yo trabajaba en España, eso queda en Europa, también muy lejos de aquí, pero cruzando en avión el océano, cuando los gringos, o esos terrucos, o no sé ni quién mierda peleaba, ingresaron por el sur destruyendo todo a su paso… no perdí tiempo y regresé volando con María… María… y mis niños… ¡Ja, ja! Acá no podía pasar nada… ¡Nada podía suceder! No estábamos en guerra con nadie, ppfff… por eso era futbolista ¿no? ¡¿Qué mierda iba a saber que nos íbamos a cagar tan rápido…?! Puta, como si no conociera mi país… ¡qué imbécil que soy! ¿No? —esto último lo dijo con la voz entrecortada, parecía como si no existiéramos y hablara solo con sus barbas grises y el cabello más largo aún, que resaltaba en medio de la luz de una vela negándose a ahogar—. A partir de esas semanas, que harán ya varios años, no se ha vuelto a ver al sol más que en contadas ocasiones, como esta… ¿ahora entienden qué ha pasado hoy?  

Me quedé en silencio, Victoria roncaba plácidamente. 

De pronto vibró en un rincón la maquinita de MaHelen e iluminó nuestra penumbra desde su esquina.  

—¿Qué…? ¿Cargó…? ¡Cargó! ¡Carajo! 

Hace ya mucho tiempo que encontramos unos espejos en la parte más elevada de un edificio abandonado, no muy lejos de aquí, y el abuelo Juanma los colocó en nuestra azotea con unos cables.  

—Sólo por si llega a salir el sol…je, je, algún día… 

—¿Qué es el sol? —no me respondió y volvió al mutismo de siempre—. El sol, sí, gracias a la visión de aquel balón amarillo de fútbol oculto entre las nubes negras, MaHelen pudo mostrarme muy rápido cómo era el mundo antes de nosotros, antes de que nos comiéramos unos a otros:  

—Esto se llamaban fotografías… ella es mi mamá… estas son mis amigas de colegio —movía su dedo y me mostraba distintas personas, aunque me molestaba el brillo se me abrió el apetito al verlas—. Acá estamos en la playa… —jalé a Victoria para despertarla pero roncaba plácidamente; el abuelo Juanma, en cambio, se levantó de improviso a revisar por la ventana.  

—Creo que escuché unos ruidos extraños, voy a ver… —MaHelen le restó importancia y puso a sonar su maquinita. 

—Escucha esta canción. 

Era preciosa, nunca había imaginado sonido más bello, pero cuando elevó su voz pronunciando palabras que no entendía, esta se apagó y por más que MaHelen presionó todos sus botones el cuarto se llenó con la oscuridad de siempre.      

I really wanna see you Lord, but it takes so long, my Lord… my sweet Lord… me quedé profundamente dormido, arrullado por la voz delicada de MaHelen ...I don’t know why nobody told you… que se confundía con los insectos y la brisa del viento ...little darling, the smile is returning to the faces… hasta que también cayó rendida en el suelo …give me love, give me love, give me peace on earth…  

A la mañana siguiente volvimos a ver el sol.   

Gonzalo Del Rosario (Trujillo-Perú-1986). Periodista cultural y docente de Literatura. Es autor de los libros de narrativa breve Cuentos pa’ kemarse (2008), Losocialystones (2010) y Mishky Stories (2011), así como de la novela corta Ven ten mi muerte (2012). Integró el híbrido cine-literario Tv-out (2009); y seleccionó a los autores de la antología Sobrevolando (2014) que publicó con su editorial 9 Monstruos. Actualmente cursa el Master de Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona. 

Procedimientos

José Luis Díaz Marcos

No hay absurdo que no haya sido apoyado por algún filósofo.

Cicerón

 

Onofre Ruiz, agricultor jubilado, sesteaba plácidamente en un banco del parque cuando un repentino traqueteo lo devolvió a la realidad. Aún amodorrado por la neblina del sueño, confirmó la llegada de un diminuto y destartalado camión en cuyas puertas podía apreciarse, mayúsculas con escudo, un solemne membrete:

 

EXCMO AYUNTAMIENTO

DE

ABSURDALIA DEL CAMPO

 

            Lejos de la molestia, Onofre agradeció la forzada vela. “Mejor. Así me ahorro tener que buscar una obra con la que distraerme”, se dijo.

            Estacionado el vehículo junto a un parterre próximo, se apearon dos jardineros y empezaron a descargar algunos útiles. Acto seguido, descendieron también un arbolito hasta depositarlo sobre el césped, en un punto, según parecía, ya convenido.

          “Van a trasplantarlo...”.

           Uno de los hombres cogió una pala y empezó a cavar.

          “Maneras tiene. Ganas, pocas. Se ve a la legua”.

            Decenas de minutos después, el renuente zapador dio por concluido el oportuno agujero. Su colega, que había estado todo el tiempo fumando apoyado en otra herramienta, tan contemplativo como el propio Onofre, también finiquitó una reciente

conversación telefónica.

          Intercambiaron unas palabras y el primero, todo ademanes, dio claras muestras de enojo. El segundo, conciliador, intentó apaciguarlo sin demasiado éxito antes de coger su propia pala y empezar a rellenar, sin más, el hueco.

          “¡¿Y el árbol?! ¡Madre mía, estos del ayuntamiento cada día están peor!”.

El campesino fue hasta ellos:

          —Perdonen… Les he estado observando y me pareció que iban a trasplantarlo

          —consultó Onofre señalando el vegetal.

          —Y así era —informó el segundo clavando la pala con evidente fastidio—. Pero, qué ocurre. Pues que el protocolo de plantación de árboles requiere tres operarios para realizar la tarea. Y el compañero responsable de meter el árbol en el agujero resulta que hoy, precisamente hoy, se ha tomado el día de asuntos propios. Así, sin avisar ni nada.

           —Y… Digo yo… ¿No pueden meterlo… ustedes? —avanzó Onofre, tan cauteloso como perplejo.

           —¡No, hombre, no! —exclamó el otro interviniendo—. No se moleste, caballero, pero cómo se nota que no es usted funcionario. En la Administración Pública todo viene establecido por el procedimiento de turno. Lugar, tiempo y forma: dónde, cuándo y cómo. Sáltate eso y todo se va al garete.

          —P, pero su sistema es… es… poco práctico. Y el árbol, con perdón, es una birria: apenas una escoba con cuatro ramas. Cualquiera…

         —No insista. Como bien dice el compañero, el procedimiento es el procedimiento y nuestra obligación es acatarlo. El pragmatismo, creo que se dice así, es cosa de los técnicos. Y donde hay patrones y técnicos no mandan marineros ni jardineros.

El primero, más distendido, celebró la ocurrencia.

         —Y ahora, si nos disculpa… —informó aquél soltando la pala y dirigiéndose al

camión.

         —¿Ya se marchan? Un momento, esperen… ¡Señores funcionarios, que se olvidan el árbol y las herramientas!

         —No, no se preocupe: no nos olvidamos nada —informan ya instalados en el vehículo, a través de la ventanilla—. Recoger las herramientas y plantar el árbol o volverlo a cargar, por el motivo que sea, es misión del tercer compañero. Y ya ha visto que…

        —…está de asuntos propios —acabó Onofre, patidifuso. Y como lo dice el procedimiento…

        —¡Sí, señor! Veo que lo ha entendido. Ya volveremos cuando estemos los tres de     servicio.

        —¡¿Y no les preocupa un posible robo?!

        —Pues no, claro que no: para eso está la Policía Local de Absurdalia del Campo y su magnífico procedimiento policial.

        “¡Y hablan en serio! ¡Juraría que hablan en serio!”.

        —¡Pues yo voy a pedir que cambien todos esos procedimientos! ¡Tenga que

seguir el… que tenga que…! —se interrumpió Onofre advirtiendo la paradoja. Se sintió confuso, estafada víctima de un tahúr invisible.

        —Está en su perfecto derecho. Pero no creo que sirva de mucho su petición. Al menos, de momento.

        —¿Por qué? ¿Acaso el responsable de resolverla también está de asuntos propios?

        —No, señor: hoy es su primer día de unas largas y merecidas vacaciones.

José Luis Díaz Marcos (Alicante, España). Publicaciones en: http://la-estanteria.webnode.es/.

 

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